El éxodo de Teherán: Irán planea mover su capital al sur
La imagen de Teherán, la inmensa capital iraní rodeada de montañas y polución, podría tener los días contados. El presidente Masud Peshkan, líder reformista de Irán, ha reavivado una idea que lleva más de cuatro décadas rondando los pasillos del poder: trasladar la capital del país desde el norte montañoso hacia la región costera de Makrán, una franja semiárida y casi despoblada a orillas del Golfo de Omán.
La propuesta, que podría parecer una excentricidad política, responde a un problema real y urgente: la crisis del agua, un desafío ambiental que amenaza con dejar sin recursos a buena parte del país y que ha convertido a Teherán en una ciudad al borde del colapso ecológico.
Una ciudad sedienta: la sequía que asfixia a Irán
Irán atraviesa su peor crisis hídrica en más de medio siglo. Cinco años consecutivos de sequía, combinados con la sobreexplotación de acuíferos, han reducido las reservas de agua a niveles alarmantes.
El país recibe ahora menos de 100 milímetros de lluvia al año, la mitad del promedio histórico. Regiones antes fértiles, como Isfahán o Yazd, se han convertido en zonas desérticas. La emblemática laguna de Hamun y el lago Urmia han desaparecido casi por completo, dejando tras de sí paisajes de sal y polvo.
La capital, situada en una zona naturalmente árida, sufre las consecuencias más visibles. Los embalses que abastecen a Teherán están en su nivel más bajo en 70 años, y el principal de ellos, el dam de Lar, tiene apenas dos semanas de agua disponible, según estimaciones del propio Gobierno.
La sobreexplotación del subsuelo ha provocado además un fenómeno conocido como hundimiento del terreno (land subsidence), que ha causado grietas y colapsos en carreteras, viviendas y estaciones del metro. Teherán, construida sobre capas agotadas de acuíferos, literalmente se está hundiendo.
A ello se suma un crecimiento urbano descontrolado. En 1980 la capital tenía cinco millones de habitantes; hoy supera los diez millones, y su periferia se extiende sin planificación sobre un territorio seco y sobrecargado.
Makrán: la apuesta por un nuevo comienzo
Frente a este escenario, el presidente Peshkan propuso trasladar la capital hacia el sur, concretamente a la región costera de Makrán, en el Golfo de Omán.
El plan, presentado como una “necesidad nacional”, busca reducir la presión sobre Teherán y convertir Makrán en el nuevo motor económico del país.
Makrán es hoy una de las zonas más despobladas de Irán, pero posee un valor estratégico incalculable: acceso directo al océano Índico, fuera del estrecho de Ormuz, un punto clave del comercio energético mundial y foco permanente de tensión geopolítica.
El traslado permitiría, según el Gobierno, abrir nuevos corredores comerciales marítimos, expandir el puerto de Chabahar —el único con salida directa al océano— y crear un polo industrial y logístico capaz de conectar Asia Central con África oriental.
El propio ministro de Exteriores iraní ha definido el proyecto con un tono casi visionario:
“El paraíso perdido de Makrán debe transformarse en el futuro centro económico de Irán y del Golfo.”
En la práctica, la nueva capital funcionaría como un puerto económico-político, donde se concentrarían las sedes del gobierno, zonas francas, universidades tecnológicas y centros de investigación, además de un puerto multipropósito con capacidad para el comercio internacional y la industria naval.
Entre la utopía y el colapso: ¿puede Irán permitírselo?
La idea de trasladar la capital no es nueva. Desde la Revolución Islámica de 1979, distintos gobiernos han considerado desplazar el centro político del país por motivos ambientales, demográficos o de seguridad. Sin embargo, los enormes costos y la inestabilidad económica siempre la hicieron inviable.
Los expertos estiman que una operación de este tipo requeriría inversiones superiores a los 100.000 millones de dólares, una cifra difícil de asumir para un país sometido a sanciones internacionales, inflación crónica y bajo nivel de inversión extranjera.
El traslado implicaría construir desde cero una infraestructura urbana completa: viviendas, carreteras, redes eléctricas, hospitales, ministerios y sistemas de abastecimiento de agua. Además, se necesitaría trasladar a cientos de miles de empleados públicos y sus familias.
El propio Teherán seguiría siendo un centro neurálgico de comercio y cultura, lo que obligaría al Estado a mantener dos ciudades funcionales durante al menos una década, duplicando los costos.
La comparación con otras experiencias internacionales no es alentadora. Brasil, Nigeria e Indonesia han trasladado sus capitales en las últimas décadas, enfrentando sobrecostes, lentitud en las obras y escaso retorno económico. Irán, con una economía sancionada y recursos limitados, afrontaría un desafío aún mayor.
El peso de la historia y la geografía
Más allá del aspecto económico, la decisión toca fibras culturales profundas. Teherán no es solo una capital administrativa; es el corazón político y simbólico de la República Islámica. Su peso histórico, sus instituciones y su identidad urbana la han convertido en un referente nacional.
El traslado al sur también genera preocupaciones de seguridad. Makrán es una región cercana a zonas de tensión militar y rutas de contrabando, además de ser más vulnerable a ataques marítimos o conflictos regionales.
Durante la guerra Irán-Irak (1980-1988), las ciudades costeras fueron blanco de ataques aéreos que afectaron seriamente las exportaciones de petróleo.
Por otro lado, aunque Makrán ofrece acceso al mar, no está exenta de riesgos climáticos. El aumento de las temperaturas, las tormentas de polvo y la falta de agua potable convierten a esta franja costera en un entorno difícil para una gran ciudad moderna.
Mover la capital allí podría resolver un problema… solo para crear otro.
Un desafío ambiental disfrazado de política
El fondo de la cuestión no es solo urbanístico, sino ambiental y estructural.
Irán se enfrenta a una combinación explosiva de cambio climático, mala gestión de recursos y crecimiento demográfico. Más de la mitad de sus provincias experimentan ya estrés hídrico severo, y se estima que 70 % de los acuíferos están sobreexplotados.
El Gobierno, presionado por la escasez y los cortes de agua, ha recurrido al traslado de la capital como solución simbólica y política, una forma de mostrar iniciativa ante una crisis que amenaza con erosionar la estabilidad social.
Sin embargo, la medida no aborda las causas de fondo: la ineficiencia agrícola, la corrupción en la gestión de presas y la falta de inversión en tecnologías de ahorro hídrico.
Expertos ambientales iraníes advierten que, sin una reforma integral de las políticas hídricas y energéticas, ninguna ciudad del país estará a salvo del deterioro climático.
Epílogo: el espejismo de Makrán
La propuesta de trasladar la capital iraní al sur resume el dilema del país: un régimen atrapado entre su necesidad de modernización y las limitaciones estructurales de su economía y medio ambiente.
Makrán representa una promesa —la idea de empezar de nuevo, de renacer frente al desierto—, pero también un espejismo. Una nueva capital podría simbolizar el futuro, pero si no se resuelve la crisis del agua y la gestión de los recursos, ningún cambio geográfico bastará para salvar a Irán de sí mismo.
Mientras tanto, Teherán sigue creciendo sobre un suelo que se hunde lentamente, y millones de iraníes observan cómo la ciudad que simbolizó el poder de la República Islámica se convierte en el reflejo más tangible de su fragilidad.
