Apenas un año después de su histórica victoria electoral, Keir Starmer —el hombre que devolvió el poder al Partido Laborista tras más de una década de gobiernos conservadores— atraviesa su peor momento político.
Su popularidad se ha desplomado, su autoridad interna se erosiona y sus márgenes fiscales se han evaporado. Lo que comenzó como un mandato de estabilidad tras el caos de los efectos del brexit se ha convertido en un gobierno paralizado por su propio pragmatismo.
Los sondeos más recientes colocan al Laborista empatado con los tories, y a 16 puntos del partido Reformador.
Un dato impensable hace apenas un año y que ha desatado rumores de rebelión entre los diputados laboristas, cada vez más convencidos de que la permanencia de Starmer en Downing Street tiene fecha de caducidad.
El dilema presupuestario: promesas imposibles
El origen del colapso político de Starmer está en su propia estrategia fiscal. Durante la campaña electoral prometió dos cosas:
- No subir los principales impuestos, y
- Respetar estrictas reglas de endeudamiento, establecidas con base en las proyecciones de la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria (OBR).
La intención era demostrar prudencia frente a los mercados tras el trauma de la crisis del “mini presupuesto” de Liz Truss. Pero el resultado fue el opuesto: una política económica sin flexibilidad.
Cada seis meses, los informes de la OBR han confirmado que la economía británica no se recupera al ritmo esperado. El crecimiento se ha estancado en torno al 1 %, los tipos de interés siguen altos y la inflación, aunque en descenso, continúa erosionando la capacidad de gasto público.
Esto ha dejado al Gobierno atrapado en un laberinto fiscal:
si mantiene las reglas, debe recortar el gasto; si las rompe, pierde credibilidad ante los mercados.
Starmer y su ministra de Hacienda, Rachel Reeves, saben que no hay salida fácil. En los últimos meses han filtrado su intención de subir impuestos, una medida inevitable para cuadrar las cuentas. Pero eso significará romper la promesa central de su campaña.
Políticamente, el costo sería devastador. Los conservadores lo acusarían de “traicionar al contribuyente”, los sindicatos de “asfixiar a la clase media”, y los diputados laboristas verían en él un líder amortizado, útil solo para absorber el golpe antes de ser reemplazado.
Como explicó un parlamentario a The Guardian:
“Dejar que Starmer suba los impuestos y luego sustituirlo nos daría espacio para un nuevo comienzo. Él pagaría el precio político de sus propios errores.”
La trampa de la impopularidad
El segundo gran problema de Starmer es su imagen.
Si en 2023 era percibido como un gestor serio y competente, en 2025 es visto como un político gris, distante y carente de visión.
Su índice de aprobación ha caído por debajo del 20 %, y las encuestas de Ipsos lo sitúan en un histórico -66 de satisfacción neta, el peor dato registrado para un primer ministro desde que existen estas mediciones.
En política, ser impopular no es necesariamente letal, pero hay un punto de no retorno.
Starmer parece haberlo cruzado.
Toda iniciativa que lanza —por sensata o moderada que sea— termina siendo rechazada por la opinión pública simplemente por llevar su sello.
Un ejemplo claro es el proyecto de identificación digital ciudadana, inicialmente bien recibido: antes de su anuncio, más de la mitad de los británicos lo apoyaba. Después de que Starmer lo adoptara, el respaldo cayó al 31 %.
El primer ministro se ha convertido en lo que los estrategas llaman un “reversor de popularidad”: alguien cuya intervención convierte cualquier idea aceptable en impopular.
Una posición insostenible en un sistema parlamentario donde los diputados dependen de su líder para conservar sus escaños.
El vacío de propósito
El tercer factor, y quizá el más letal, es la ausencia de un proyecto político reconocible.
Starmer llegó al poder con la promesa de “reconstruir Gran Bretaña” tras el brexit y la crisis conservadora, pero un año después nadie sabe con claridad qué representa su gobierno.
Sus discursos están llenos de tecnicismos y “misiones nacionales”, pero carecen de una narrativa inspiradora.
No hay un “Nuevo Laborismo” al estilo de Tony Blair, ni un programa social claro como el de Attlee.
Ni siquiera sus aliados saben explicar cuál es su objetivo más allá de “mantener la estabilidad”.
Esa falta de visión ha generado desesperanza dentro del partido. Muchos diputados aceptaron sus medidas impopulares esperando un horizonte de transformación a largo plazo.
Pero el horizonte no llegó.
Y sin un relato que justifique los sacrificios, la paciencia se agota.
En los pasillos de Westminster ya se habla abiertamente de una sucesión tras las elecciones locales de 2026.
Los nombres que suenan —Angela Rayner, Wes Streeting o incluso Yvette Cooper— reflejan una búsqueda de liderazgo más emocional, más conectado con la base obrera y menos tecnocrático.
El paralelismo con Thatcher… que no funciona
Algunos asesores intentan comparar la situación de Starmer con la de Margaret Thatcher durante su primer mandato, cuando sus políticas económicas la hundieron en las encuestas antes de recuperarse con la guerra de las Malvinas.
Pero la analogía es engañosa.
Thatcher tenía una ideología clara y una base militante que creía en su proyecto.
Starmer, en cambio, carece de ambas cosas.
Su apoyo interno es puramente táctico: el de un partido cansado de perder que apostó por la estabilidad y ahora se encuentra sin entusiasmo y sin alternativas fáciles.
Además, la coyuntura es diferente. Thatcher enfrentaba una crisis inflacionaria en un Reino Unido aislado, pero con soberanía monetaria.
Starmer gobierna un país fragmentado, postindustrial y aún marcado por el trauma del brexit, con una economía dependiente de los mercados financieros y un margen fiscal mínimo.
En ese contexto, la comparación se desvanece.
El reloj político corre
Todo apunta a que Starmer resistirá unos meses más, al menos hasta aprobar el próximo presupuesto.
Pero en política, la percepción de debilidad es una sentencia anticipada.
Los diputados ya se mueven, las encuestas se hunden y los medios empiezan a hablar de “cuándo” caerá, no de “si” caerá.
Las próximas elecciones locales serán decisivas.
Un nuevo revés podría desatar una crisis interna que desembocaría en su dimisión o en un desafío de liderazgo dentro del propio partido.
Los estrategas laboristas lo saben: si no hay recuperación antes del verano, la presión se volverá insoportable.
Un parlamentario veterano lo resumió así en The Times:
“Starmer fue elegido para ganar, no para resistir. Si deja de ser útil, se irá.”
El fin de la política sin alma
La caída de Keir Starmer no sería solo el desplome de un primer ministro, sino el fracaso de una forma de hacer política: técnica, sin ideología, basada en la gestión y no en la convicción.
Su ascenso representó la esperanza de una era de racionalidad tras los excesos populistas del brexit. Pero la realidad ha demostrado que la política necesita algo más que sensatez: necesita propósito, emoción y liderazgo.
En el fondo, Starmer no ha perdido solo el apoyo del público; ha perdido el sentido de por qué quería gobernar.
Y en un sistema político tan despiadado como el británico, cuando un líder deja de inspirar, deja de existir.
