Un punto estratégico atrapado en la miseria
Eritrea podría haber sido una potencia regional.
Situada en una posición clave —en la entrada del Mar Rojo, frente al Canal de Suez y a pocas millas de Arabia Saudí—, controla uno de los corredores marítimos más importantes del comercio mundial.
Pero en lugar de prosperar gracias a su ubicación estratégica, Eritrea es hoy una de las economías más cerradas, pobres y represivas del mundo.
Con apenas 3,6 millones de habitantes y un PIB de solo 1.900 millones de dólares, el país sufre una combinación letal de dictadura militar, aislamiento internacional y control total del Estado sobre la economía.
Su modelo, plagado de censura, servicio militar forzoso y falta absoluta de libertades, le ha valido el apodo de “la Corea del Norte de África”.
Una independencia que nació rota
Eritrea logró su independencia en 1993, tras 30 años de guerra con Etiopía.
La lucha fue brutal: dejó el país devastado y a su población exhausta, pero con una victoria que se celebró como un triunfo histórico.
Sin embargo, la paz trajo otro tipo de guerra: la del control político.
El nuevo gobierno —liderado por antiguos combatientes del movimiento separatista— se consolidó como una dictadura de partido único, encabezada por Isaias Afewerki, quien aún gobierna más de tres décadas después.
En lugar de reconstruir la economía y abrirse al mundo, Afewerki instauró un régimen autoritario cerrado, sin prensa libre, sin elecciones reales y con un sistema económico dominado por el Estado.
De colonia italiana a comando militar
Durante el período colonial, Italia había desarrollado Eritrea como puerto comercial y enclave industrial.
Pero tras la Segunda Guerra Mundial, las potencias aliadas unieron Eritrea a Etiopía sin tener en cuenta las diferencias étnicas y culturales.
Ese error histórico detonó la guerra civil que finalmente dio lugar a un país independiente… pero sin instituciones sólidas, sin inversión extranjera y sin capital humano preparado para reconstruir.
Desde entonces, el régimen ha militarizado todos los aspectos de la vida:
- El servicio militar obligatorio es indefinido.
- Miles de jóvenes son enviados a trabajar en minas y obras públicas como mano de obra forzada.
- El gobierno controla todas las empresas, bancos y sectores productivos.
Incluso los maestros, médicos o mecánicos son considerados “personal militar” y pueden ser reasignados a cualquier zona del país.
Una economía dirigida desde los cuarteles
Eritrea funciona bajo un modelo de economía planificada o de “comando”, donde el Estado decide qué producir, a qué precio y quién trabaja en cada sector.
Esto genera una distorsión absoluta:
- No hay mercado laboral libre,
- no existen empresas privadas independientes,
- y las importaciones y exportaciones están controladas por el gobierno.
El resultado es una economía paralizada, incapaz de innovar o atraer inversión.
Casi toda la población sobrevive con agricultura de subsistencia, mientras el Estado mantiene minas y proyectos públicos deficitarios mediante préstamos externos que nunca logra pagar.
Eritrea ostenta además la deuda más alta del mundo en relación con su PIB, un récord que refleja su gestión económica desastrosa.
Militarización, deuda y represión
El gobierno gasta cerca del 10% de su PIB en el ejército, una proporción tres veces superior a la de Estados Unidos.
Aun así, no se trata de un ejército moderno, sino de una fuerza laboral esclavizada, utilizada para mantener operativas las industrias estatales.
El país no publica datos oficiales, y los organismos internacionales —como el FMI o el Banco Mundial— no tienen acceso a cifras actualizadas.
La censura, la falta de transparencia y la represión sistemática de periodistas hacen que Eritrea tenga la peor libertad de prensa de toda África.
El régimen también aplica una tasa del 2% a los ingresos de los eritreanos que viven en el extranjero, un intento de obtener divisas de una diáspora que huye en masa.
Aun así, el sistema es ineficaz: más de medio millón de personas —una de cada seis— vive hoy como refugiada fuera del país.
El experimento fallido del “Estado total”
El modelo eritreano demuestra el fracaso del control absoluto del Estado sobre la economía.
Sin incentivos ni propiedad privada, no hay innovación ni productividad, y cualquier error en la planificación centralizada derriba todo el sistema.
El país es incapaz de aprovechar sus propios recursos naturales: posee reservas de oro, cobre y zinc, pero su explotación está limitada por sanciones internacionales, mala gestión y uso de mano de obra forzada.
Mientras tanto, la población carece de servicios básicos, electricidad estable, educación de calidad o atención médica funcional.
Eritrea, en resumen, no solo está estancada, sino que se hunde.
El éxodo silencioso
Los jóvenes no ven futuro.
El servicio militar indefinido, la pobreza y la represión han convertido a Eritrea en el país con más refugiados per cápita del mundo, pese a no estar formalmente en guerra.
Miles cruzan cada año la frontera con Sudán o Etiopía, arriesgando la vida para escapar.
El fenómeno es tan grande que la ONU lo considera un éxodo comparable al de naciones en conflicto abierto, como Siria o Afganistán.
Pero para quienes se quedan, la situación no es mejor:
los salarios son ínfimos, la inflación es constante, y la escasez de alimentos se ha vuelto rutina.
Oportunidad perdida en un punto clave del mundo
Paradójicamente, Eritrea tiene un potencial geográfico y estratégico inmenso.
Su litoral podría servir como puerto comercial de Etiopía y como enlace logístico entre Asia, África y Europa.
Podría beneficiarse del tránsito marítimo y atraer inversión extranjera, como lo ha hecho su diminuto vecino Yibuti, que alberga bases militares de potencias globales y puertos internacionales.
Sin embargo, la autarquía, el miedo al exterior y el aislamiento diplomático han dejado a Eritrea completamente fuera de las cadenas globales de valor.
Mientras Yibuti y Etiopía avanzan —aunque lentamente— hacia modelos más abiertos, Eritrea se aferra a un sistema estancado que recuerda a los regímenes del siglo XX.
Un espejo del fracaso institucional africano
El caso de Eritrea es una lección amarga sobre cómo el exceso de control puede destruir un país tanto como la falta de él.
Somalia, su vecina, sufre por la ausencia de un Estado funcional; Eritrea, por su exceso.
Donde Somalia carece de autoridad, Eritrea está asfixiada por ella.
Donde otras naciones africanas intentan integrarse en la economía global, Eritrea ha elegido el aislamiento total, y sus ciudadanos pagan el precio.
Epílogo: el costo humano del aislamiento
Con un PIB per cápita de apenas 550 dólares anuales, un sistema de trabajo forzoso, censura y falta de libertades, Eritrea representa el extremo más oscuro del fracaso económico moderno.
En teoría, podría aprovechar su ubicación estratégica para convertirse en un centro comercial y logístico del Mar Rojo.
En la práctica, su modelo autárquico y su gobierno totalitario la han condenado al subdesarrollo permanente.
Eritrea no es solo una economía fallida; es una advertencia viva sobre lo que ocurre cuando un país prefiere el control al progreso, y la obediencia al futuro.
